domingo, 28 de diciembre de 2008

Dusk; a midnight melody.


Dusk. A midnight melody.
Nunca pensé que en la muerte de mis padres iba a llover. Estaba completamente empapado bajo la lluvia, no tenía ningún paraguas que me protegiera del bombardeo de las pequeñas gotas de agua que había encima de mí: húmedas, frías y líquidas. Una por una, me mojaba mi cuerpo vestido de negro, de una penumbra que marcaba un luto que no sabía si iba a poder superar. No podía derramar ninguna gota de lágrima, me dolía la mejilla, tenía frío y no iba a desperdiciar mis lágrimas para llorar frente al entierro de los que me trajeron a esta vida. Si me preguntas porque, creo que yo tampoco sé la respuesta.
Tal vez sea porque “llorar cansa” o simplemente tal vez lloraba y no me he dado cuenta por la multitud de gotas que caían sobre el día nublado. El frío de las gotas de lluvia no podían cesar el punzante dolor que sentía en la mejilla, horrible, y duro. Pero esta herida no iba a dejar marca, no como la herida de saber que jamás en mi vida iba a poder ver la cara de mis padres de nuevo.
El entierro fue rápido por las condiciones del clima, no movía un solo dedo. Esperaba a que todos se fueran para poder contemplar las dos tumbas de mis padres, una sobre otra, como ellos habían deseado. A mis 16 años de vida aprendí que llorar era inútil para cualquier cosa, lo único que recibías eras más chanclazos por parte de la mamá y tal vez más golpes del papá. Que si llorabas lo único que te ibas a ganar era un enorme dolor de cabeza que tal vez ni con una aspirina se quite. Que llorar te pone los ojos rojos y te arden.
Que llorar ahora, era inútil y si lo sabía.

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